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Vivir para contarla

La habilidad de García Márquez consistía en exprimir la realidad y moldearla con pasión de orfebre

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“Lo que más me gusta de ti —dijo—
es la seriedad con que inventas disparates”
Gabriel García Márquez

Estoy leyendo de nuevo libros escritos bajo la convicción que continuarían provocándonos goce sin importar el paso del tiempo. Una práctica continua para quienes quedamos atrapados por la magia incandescente que despiden sus páginas. Las relecturas son de estricta obligación. Los textos literarios para lectores iniciados, llegan a cuenta gotas a las librerías locales. Me he asistido de mis amigos, no sé cómo harán los demás. Es probable que el Kindle, les evite tormentos parecidos a los míos. El español Enrique Vilas Mata, confesó que volvió a leer Isabel viendo llover en Macondo, treinta y cuatro años después de haberlo hecho por primera vez y le produjo el mismo deleite. Nada extraño entonces que yo haya regresado veinte años después, a leer Vivir para contarla (2002) y me sintiese sostenido en vilo durante toda la travesía, (575, págs.). Un libro embrujado.


La sensación esta vez ha sido mucho más intensa, me detuve a disfrutar cada una de sus páginas, dejándome arrastrar hacia los acantilados de una vida singular, cuya falta de recursos económicos, en vez de precipitar a Gabo en el desencanto, reafirmó sus deseos no solo de ser escritor, sino uno destacado. Un apremio palpitante. Podía dejar de comer, pero jamás de escribir. En momentos más angustiosos, cuando en París quedó solo en su desamparo (1955), después que Rojas Pinilla, mal dispuesto con el Espectador, tuvo que salir al exilio debido al trago amargo que supuso para los militares, el desmentido de Alejandro Velasco, aclarando que la fragata Caldas de la armada colombiana, sucumbió en altamar debido a la avaricia de sus compañeros. Tiritando de frío y con el estómago vacío, escribió en su buhardilla de la Rue Cujas, El coronel no tiene quien le escriba (1961).

La estrategia narrativa, la disposición del tiempo y la forma como teje la historia de su vida familiar, llevan a concluir que Gabo escribió sus memorias como si se tratase de una novela o más bien demostró que su vida estaba inscrita en cada uno de sus partos. Nos percatamos que lo ocurrido en sus cuentos y novelas, son un trasunto de sus vivencias personales. Gabo confesó que no existía nada en sus creaciones, que antes no las hubiera vivido o padecido. Esta manera de encarar sus memorias causa perplejidad. En cada uno de los ocho apartados en que narra su existencia, no hay nada que no haya incorporado antes en sus obras de ficción. Cualquier lector atento de su universo creativo (obra periodística, crónicas, cuentos y novelas), encuentra una gran coincidencia con lo que venía diciendo acerca de su paso por el mundo. Hay muy pocas fisuras.

Parte de las vacilaciones por atribuir a sus memorias visos de credulidad, se deben a su estilo prodigioso y a su manera de encarar la realidad. Gabo era capaz de convertir en oro todo lo que tocaba. El hechizo radicaba en volver trascendente, el más banal de los sucesos. Sus miedos legendarios, aterrorizado por sus pesadillas, despertándose por las noches gritando desaforado, no eran inventos suyos. Tampoco lo era su propensión por exaltar a las mujeres y conferirles un estatus prodigioso: son sus ángeles tutelares. Los años que marcaron su destino de escritor coinciden con el tiempo que vivió con sus abuelos. Esa legión de mujeres aparece en dos de sus grandes creaciones. Cien años de soledad, (1967) y El amor en tiempos del cólera (1985), están plagadas con nombres y apellidos de los miembros de su tribu. Creaciones donde aflora la vida de los suyos.

Gabo tenía una manera muy peculiar de entender y recomponer los hechos, hasta estamparles el fierro de su marca de fábrica. La renuencia que mostró cuando Mario Vargas Llosa, quiso llevarlo en Lima (1967) por los senderos académicos, la mantuvo hasta el final de sus días. Sus respuestas portaban el virus de la creación. Desde que se hizo de un estilo majestuoso, lo utilizó indistintamente para pergeñar novelas y cuentos,  artículos y crónicas periodísticas. No hay manera de encontrar grietas. A Gabo le ocurrió lo mismo que a Darío, en el periodismo empezó a forjar su manera de escribir. Como apunta la peruana, Carmen Ollé, en García Márquez, “estilo y contenido contenían la misma intensidad barroca”. Para comprobarlo, propongo a quienes no lo han hecho, asomarse a sus crónicas para que comprueben alborozados, que la densidad poética es la misma.

La habilidad de García Márquez consistía en exprimir la realidad y moldearla con pasión de orfebre. En Doce cuentos peregrinos, (1992), uno termina descubriendo que muchas de estas creaciones habían sido antes notas de prensa y guiones cinematográficos. El portento se esmeró por conferir un mismo tratamiento narrativo y estilístico a todo cuanto escribía. Su gran reportaje, Noticias de un secuestro, (1996), tiene el mismo tono de sus memorias. No hay por donde perderse. Gabo encontró una forma narrativa ante la que sucumbieron muchos escritores. El mismo Vargas Llosa, al escribir su tratado de preceptiva literaria, Cartas a un joven novelista (2002), reconoce y habla largamente del riesgo que supone imitar a García Márquez. Algo de lo que no han escapado decenas de jóvenes escritores, malogrando sus creaciones. Copiar su estilo es un salto mortal.

Todos tenemos derecho a desconfiar y tratar de corroborar las afirmaciones de los escritores, sobre todo tratándose de Gabo, por el uso constante de la hipérbole. Eso hizo la japonesa, Satoko Samura, recorrió durante dieciséis años —1994-2010— los pueblos, ciudades, cantinas y burdeles colombianas, donde Gabo sitúa sus novelas y crónicas. Solo entonces se dio por satisfecha. Creyó justo visitar el lugar donde quedaba el putal de la negra Eufemia. Samura se constituye en testigo fiel de la sentencia de Gabo: “No existe nada en mis novelas que no haya sido tomado de la realidad concreta”. Nadie puede decirlo mejor que Tomás Eloy Martínez. “Las memorias de Gabriel García Márquez son tan fulgurantes como sus novelas, pero tienen la ventaja de que las vuelve a contar desde el lado de la realidad”. No tenemos por qué pensar lo contrario. Lo demás es retórica.

En sus memorias Gabo toma la precaución de cuidarse las espaldas, no quería entrar en contradicción con sus afirmaciones más sentidas. El presidente Belisario Betancur mandó a un grupo de amigos en un avión desde Bogotá y fue hasta ese momento que Gabo hizo el primer viaje por su Guajira imaginaria. De inmediato mete la tranca: “… me pareció tan mítica como la había descrito tantas veces sin conocerla, pero no pienso que fuera por mis falsos recuerdos, sino por la memoria de los indios comprados por mi abuelo por cien pesos cada uno para la casa de Aracataca”. Un mundo encantado donde nacieron sus ancestros y donde él fue concebido por sus padres durante su luna de miel. No quiere dejar cabos sueltos, evitar que millones de lectores naufraguen en la desilusión. Al concebir sus memorias como escribió sus novelas, lo hizo para continuar cautivándonos. Era su entrañable deseo.

Para muchos sus memorias resultan demasiado elaboradas, olvidan que Gabo sentía placer por ir dejando un reguero de pistas, para que pudiéramos corroborar su propensión por nutrirse de la realidad. Una realidad transfigurada. Cosas que para algunos nunca dejaron de ser algo silvestre, a él llamaban la atención. Es la vida de su familia y los hechos circundantes de lo que nos habla en Vivir para contarla. Los pasquines eran ciertos. No hubo mentira. También fue el talego de huesos de su abuela Tranquilina, dejó de respirar rebasados los cien años. Los mismos que vivió Úrsula Iguarán, el personaje más entrañable de Cien años de soledad. No se trata de una invención fantasiosa. García Márquez tuvo el cuidado de enunciarlo de esta manera: “La vida con la familia completa, en condiciones azarosas, no es un dominio de la memoria sino de la imaginación”.

Creo justo evocar una punzada para los tiempos que vive cierto periodismo en Nicaragua, pasada por alto no solo en estas tierras, también por sus estudiosos y críticos acérrimos. Gabo pretendió cubrir la muerte de una niñita de nueve años, sus ojitos abiertos y sus botitas tristes y el confrontamiento con la realidad, lo hicieron desistir de meterse por los atajos de la nota roja. Al ver a la criatura se preguntó si todo aquello se compadecía con el oficio con qué soñaba. Su mentor, Eduardo Zalamea, pensaba que la nota roja, con tanto arraigo entre ciertos lectores, era una especialidad difícil, requería una índole y un corazón marchito. Adolorido, Gabo remata: “Nunca más lo intenté”. Una decisión justa y sabia, refocilarse con el dolor ajeno, constituye una crueldad y para hacerlo se necesita un valor que sobrepasa lo humano. Ciertos periodistas no hay manera de que lo entiendan.

Mientras la anemia persista en nuestras librerías, regresaré a los libros que han vuelto placentera mi existencia. Un puñado de novelistas capaces de hacerte creer hasta en lo más inverosímil. Pérez-Reverte, Guillermo Arriaga, Javier Cercas, Eva García Sáenz de Urturi y Juan Gabriel Vázquez, vinieron a mi rescate. Mientras tanto suplo las carencias releyendo autores con los que desperté al mundo: Verne, Dickens, Defoe, Stevenson, Wilde, Hemingway, Nabokov, Conrad, Faulkner, Wilder, Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar, Cabrera Infante, etc. Volví a mi refugio de siempre. A las obras completas de Shakespeare. Estoy releyendo Julio César, deseo sentir la misma emoción que experimenté la primera vez, cuando leí el discurso pronunciado por Marco Antonio, en sus honras fúnebres, más allá de que nunca lo hubiese dicho. Esto a mí me tiene sin cuidado.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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