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Un hombre marcado por la historia

Redacción Confidencial

15 de agosto 2015

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¿Cuántos chontaleños sabrían que don Plácido Mena Bonilla fue miembro de la comitiva que acompañó en su camino al exilio al depuesto presidente de Nicaragua Juan Bautista Sacasa? ¿Se preguntarían alguna vez las razones por las cuales fue nombrado administrador de la hacienda Hato Grande, la más famosa y pujante cómo no ha habido otra ni habrá en Nicaragua? Al ser echado Sacasa del poder por el Jefe Director de la Guardia Nacional (GN), General Anastasio Somoza García, no le quedó alternativa que irse del país. El 6 de junio de 1936 abandonó La Loma de Tiscapa de manera intempestiva. Con el asesinato a mansalva del General Sandino, el primer Somoza se ganó el favor de los gobernantes estadounidenses. Todos los esfuerzos realizados por Sacasa la noche del 21 de febrero de 1934 para evitar su ejecución fueron infructuosos. El jefe de los insurgentes desoyó la advertencia hecha por el periodista Norberto Salinas Aguilar. Con antelación le había enviado una misiva conminándole: “No debe usted bajo ningún motivo venir”. Era víctima de una conjura de la cual no pudo librarse. Su asesinato se consumó esa misma noche.

El registro completo de la salida precipitada de Sacasa se debe a una crónica del periodista Alejandro Cuadra Mendoza, rescatada para la posteridad por el periodista Nicolás López Maltez (Historia de la Guardia Nacional de Nicaragua. Tomo I; Managua, 2014). Una joya monumental. Pimpinela Escarlata (ese era su seudónimo) cuenta de manera detallada –gestos y palabras- el recorrido realizado por el tren que condujo al ostracismo a Sacasa y su entorno más cercano. Enviado especial por el director de La Prensa, Pedro Joaquín Chamorro Z., Cuadra Mendoza bordó un fino mantel cargado de pedrerías. Con estilo inusitado narra un momento trágico de la historia nacional. Somoza García iniciaba su funesta dinastía. Junto al presidente destituido viajaba el subteniente Plácido Mena Bonilla. Orgulloso dice al periodista de La Prensa: “He cumplido con mi deber”. La crónica expone el ocaso del líder liberal dos veces depuesto del poder y en las dos ocasiones debido a un golpe de Estado. Su mala estrella política lo persiguió para siempre. Terminada la Guerra Constitucionalista Liberal, una vez firmado el armisticio -4 de mayo 1927- el General José María Moncada se le cogió el mandado.


La relación de Plácido Mena Bonilla con Juan Bautista Sacasa era de vieja data. El nandaimeño había llegado a León a inicios de los años veinte del siglo pasado en busca de mejores horizontes. El médico Sacasa metido de lleno en la política enseñó a Mena preparar los brebajes que entregaba a sus pacientes. Cuando el liberal Sacasa fue escogido como vice-Presidente en el Pacto de Transacción (1924) cómo fórmula del candidato a Presidente, el conservador Carlos Solórzano, Mena llevaba dos años a su orilla. El Partido Liberal de Nicaragua había sido proscrito por mandato de Estados Unidos. Las fuerzas intervencionistas abrieron un paréntesis que facilitó la candidatura de Sacasa. Los marines se marcharon de Nicaragua el 4 de agosto de 1925. Cinco meses y 13 días después –el 17 de enero de 1926- el chontaleño Emiliano Chamorro Vargas acostumbrado a las montoneras y golpes de mano ejecutó El Lomazo. La victoria se convirtió en el revés más grande. Los conservadores no volvieron jamás al poder. El chontaleño no logró la renuncia de Sacasa quien vivía su primera desventura. Con determinación decidió reagrupar las fuerzas liberales.

El 2 de mayo de 1926 el General Luis Beltrán Sandoval, liberal, rompió los fuegos en Bluefields para deponer al Cadejo. Ese día inicio la llamada Guerra Constitucionalista Liberal. Sacasa instaló sus cuarteles generales en Bilwi. Durante la guerra Plácido Mena Bonilla ganó su grado militar. Diez años después Sacasa sufriría el Golpe de Estado por parte de Somoza García. Transcurridos apenas unos días del desembarco en El Salvador, Sacasa pidió a Mena Bonilla regresar a Nicaragua para que administrara Hato Grande. El presidente derrocado le dispensaba una enorme confianza. La hacienda de más de 65 mil manzanas Sacasa la había comprado a la rivense Peregrina Maliaños. Casado con doña María Arguello Manning, habían procreado cuatro hijos: Maruca, Carlos, Roberto y Gloria. Para enfrentar la adversidad buscaba volver más rentable el feudo ganadero. Mena Bonilla regresó a Nicaragua con el mandato de generar mayores ganancias y evitar que Hato Grande fuese objeto de confiscación. Un mal persistente en la política vernácula. E. G. Squier en su obra Nicaragua sus gentes y paisajes (1860) acredita desde mediados de 1850 esta conducta peculiar de nuestros gobernantes.

El más firme recuerdo que tienen los chontaleños de Plácido Mena Bonilla está vinculado con las fiestas patronales de Juigalpa. Don Plácido además de administrar Hato Grande durante dieciocho años -1936-1954- se unió entusiasmado a las celebraciones con la intención de ratificar que las montaderas de toros chontaleñas siguieran siendo las más célebres y bravías de todo Nicaragua. Durante once años él mismo se encargaba de apartar los toros más cerriles. Conocía que parte del prestigio de la hacienda se debía no solo a su enorme extensión, las miles de cabezas de ganado que pastaban en sus bajuras y a la destreza de sus campistas, sino también a los toros que año con año llegaban frente a la Iglesia y Plaza Palo Solo a revalidar su grandeza. Hato Grande prestaba entre cincuenta y sesenta astados. La hacienda más renombrada de Nicaragua regalaba una vaca, proporcionaba gratis las carretas, varas y bejucos para hacer la barrera y las tablas para construir el palco. También se encargaba de prestar sus campistas para llevar aguar los toros los días 13, 14 y 15 de agosto en Panmuca. A través de sus toros Hato Grande hacía sentir su pujanza ganadera.

En esa época –década de los cuarenta y cincuenta- las disputas eran entre las ganaderías de Hato Grande, San Ramón y San José. Los dueños de estos emporios se afanaban por prestar los mejores toros. Sabían que una vez terminadas las fiestas los comentarios girarían alrededor de la bravura de sus toros, la valentía de sus montados, la fortaleza de sus caballos y la habilidad de sus campistas. Todos llegaban a la barrera con el propósito explícito de confirmar la fama de sus ganaderías. El tributo diario a sus montados y a la audacia de sus toreros se extendía casa por casa. Las cantinas en el Parque Central, chinamos y juegos de azar; los caballitos mecánicos, el toro rabón, la rueda Chicago, los chocoyitos de la suerte y los vendedores de sorbetes llegados de la capital, daban una tonalidad diferente a la ciudad de Juigalpa. Los toros entraban por Punta Caliente precedidos por la Virgen de la Asunción, Santa Patrona de los juigalpinos. Don Plácido sentado en primera fila disfrutaba el espectáculo taurino. Igual hacía don Ramón Mongrío y después su hijo Humberto. Llegaban a pavonearse ante el brío de sus toros. Cada quien apostaba que los suyos serían los mejores.

Por razones del destino -como afirman los creyentes- don Ramón Mongrío murió de un ataque fulminante al corazón el 15 de agosto de 1954. La decisión inmediata de sus herederos fue retirar los toros provenientes de sus haciendas. Los únicos toros que se jugaron el 15 y 16 de agosto de ese año fueron los de Hato Grande. En esa ocasión Vicente Hurtado Morales Catarrán, el más diestro torero de Chontales de todos los tiempos, fue conminado por sus patrones para que no asistiera a la barrera. Pedirle eso a Catarrán era como decirle a Chema come cuero que no habría fiestas. Ninguno de los dos podían vivir sin participar a lo grande en las montaderas de toros. La respuesta de Catarrán estuvo a tono con su temperamento. “Los Mongrío están locos. Me pidieron que no viniera a sortear. ¡Cómo iba hacerles caso!”. Catarrán se inició en Hato Grande. Su maestro taurino fue Pilar Mora. El famoso campista le enseñó a sortear. La gloria de Catarrán trasciende los tiempos. Su nombre es evocado con respeto. Las fiestas agostinas se dividen en antes y después de Catarrán. Todavía alcancé a verle torear curtido de cuero en mano y rozar con sus manos los cachos de los toros. ¡Como él ninguno!

Don Plácido se quedó viviendo en Hato Grande los dieciocho años que estuvo bajo su administración. A ese lugar llegó junto con su esposa Evangelina Bolaños, con quien contrajo nupcias en la ciudad de León. Ahí nacieron todos sus hijos: Pedro, Goyo, Carlos Javier, José Salvador, Plácido Antonio, Roberto Alonso, Fernando José y Gloria María. A su iniciativa se debe la creación -en 1948- de la escuela primaria. Fiel hasta la temeridad decidió ponerle Juan Bautista Sacasa. Tenía que formar a sus hijos. Encargó la tarea a la profesora Isabel Gaitán Solís. La escuela contaba hasta cuarto grado. La familia Sacasa Arguello permanecía en Estados Unidos. Aquejado del corazón don Plácido se trasladó a Juigalpa en 1954. Primero se instaló con su prole en la esquina opuesta a Matilde Mena. Después de trasladó a vivir a la Cruz Verde, frente a Ana Rosa Morales. En ese lugar fue donde le conocí. Yo tenía entonces ocho años. Alto, fibroso, negro, pelo pegado, se sentaba en la acera a rumiar el tiempo. ¿Sería para recordar su paso tangencial por la historia? Tal vez evocaba el momento que Federico Sacasa le dijo con amargura: “Plácido solo vos y yo guardamos luto”.

¿Cómo y quién nombró a Plácido Mena Bonilla como tesorero de la Alcaldía de Juigalpa? En ese entonces los nombramientos los hacía directamente el Poder Ejecutivo. ¿Sería su prudencia la que determinó su escogencia? ¿Se debería a los Sacasa eternos inquilinos del poder en Nicaragua? Se enclaustró en Hato Grande y jamás se le conoció militancia política. Su separación de la hacienda no mermó el cariño que le dispensaban los chontaleños. Su traslado a Juigalpa fue con la intención de continuar educando a sus hijos. Continúo su vida de enclaustramiento. Su hijo Goyo cursó tres años de estudios en el Instituto Nacional de Chontales Josefa Toledo de Aguerri. La salud de don Plácido se tornó más precaria. Decidió irse a León, a morir en su casa en el barrio Zaragoza el 16 de noviembre de 1959. Con el paso de los años el recuerdo de don Plácido se vuelve más nítido en mi memoria. ¿Cómo no recordar al hombre que siendo apenas un niño ponía atención a mis palabras? El nombre de Plácido Mena Bonilla incorporado en los anales de la historia nacional, forma parte de la historia de la ganadería chontaleña. Es uno de sus artífices.

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Redacción Confidencial

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